A veces me pongo nostálgica, entregada al recuerdo. La memoria es casi un órgano en mi cuerpo. Más que eso, todo un sistema. Como el digestivo o el nervioso. Este sistema se conecta con mis sentidos. Percibo un sonido, un color, un sabor y, de pronto, se activa un momento. Vuelvo a sentir aquella historia con real convicción de ser presente, otra vez. En ocasiones, se activan varios momentos juntos. Me acribillan uno tras otro. No es algo malo; muchas veces, son cálidos, son abrigo. Calculo que algunas historias se han almacenado en mi memoria cual enciclopedia, por temas. Y cuando se abre el portal de uno de ellos, varias historias encadenadas empiezan a desfilar.
Está Aníbal. 5 de agosto de 1996. Llegamos en el carro a la puerta de su casa, andábamos apurados y esa fue mi excusa para no bajar a despedirme. Mi mamá lo hizo sola. En dos días sería su cumpleaños y esa tarde nos íbamos de viaje a celebrarlo. Pensé que no era necesario bajar del carro, que en cinco días estaríamos de regreso almorzando, como todos los sábados. El tedio me ganó. Me quedé con un adiós que nunca solté. ¿Habrá pensado Aníbal en la despedida que no nos dimos mientras su corazón se callaba? No creo. Dos días después, su partida fue repentina y estas partidas se lloran dos veces: una por la muerte misma y otra por todo lo que queda en suspenso.
Nos dejó el día del cumpleaños de mi madre y tuvimos que volver antes de lo previsto. No recuerdo haber llorado, pero recuerdo ese sentimiento culposo por haberme ahorrado la despedida. De haber sabido que no lo volvería a ver, tal vez, hubiera dejado mi invariable silencio, mi flojera adolescente y mi fantasmagórica presencia para agradecerle la suya. Por regalarme algunas tardes brillosas. Tardes que recuerdo llenas de risas, de brindis, de historias entre él y mi padre. Yo los escuchaba en silencio, de lejos y sin interrumpir.
Toda mi infancia vivimos en casa de los papás de mi papá. Y era sagrado los sábados ir a visitar a los papás de mi mamá. Atravesábamos la ciudad en un viaje interprovincial. Nos recibía el olor a naftalina, a sopa con orégano, a periódico húmedo. El silencio era interrumpido por los gallos del vecino, por Ferrando en la tele o por el ofrecimiento que el abuelo le hacía a mi padre de “¿una copita?”. Siempre esa pregunta recibía un entusiasta "por su puesto". Entonces, el abuelo desenterraba un etiqueta negra solo para ellos dos. Esa casa era todo lo contrario a nuestra casa. Era rural, empolvada y solitaria. Los abuelos vivían solos haciéndose espacio entre sus recuerdos.
Aníbal no era un abuelo tierno. No fue un abuelo juguetón, tampoco consentidor. No se arreglaba para recibirnos. Su short y su camiseta parecían su único traje. Pero miraba a mi padre con una alegría y complicidad que llamaban mi atención. Ellos recordaban sus historias de bailes y festejos que eran perfectos motivos para reír una vez más. Ambos eran militares y eso les había creado un lazo de códigos que solo ellos entendían. Creo que Aníbal vio en mi padre al hijo que siempre quiso tener, cliché. Y creo que mi padre vio en Aníbal al cómplice que siempre quiso ver en su padre. No juzgo a Aníbal como padre o abuelo; prefiero que en mis recuerdos se haya quedado grabado con esa relación que me enternecía. Una amistad atada a lo sencillo a sus relatos, su complicidad y sus memorias.
Está Manolo. Una noche sonó un piano. No importaba quién tocaba, no importaba la canción. Mi cerebro reconoció el ritmo, lo dulce de las notas: do mayor, fa sostenida, re menor. Mis recuerdos se activaron. Parecía el piano de Manolo Ávalos. En ese instante supe que tenía una deuda también con él. Llevé clases de piano con un increíble pianista, pero no lo sabía entonces. Asistí en primera fila a muchos de sus conciertos, sin percibir el privilegio que eso era. Ojalá hubiera tenido la lucidez para acercarme y decirle que me hacía muy feliz escuchar su música y que lo recordaría por muchos años, tal vez, para siempre.
Mi madre nos llevaba, a mi hermano y a mí, a sus conciertos con devoción de fan. Pero no era la única, y eso no lo sabía Manolo. Disfruté mucho de esos conciertos. Cerraba los ojos y la música entraba no solo por mis oídos, por mis poros, por mi boca, por mi ombligo. Me invadía, puedo jurarlo. ¿Sabes cómo lo sé? Porque luego esa música vibraba en mi corazón, en mis latidos, en mi sangre.
Él cambiaba de escenario, pero su sonrisa pícara se mantenía. Era parte de una big band en un concierto en el Rímac. Parte de una sinfónica que escuchamos en el Teatro Municipal. El órgano en el cuarteto criollo del cumpleaños de la abuela. Parte de un trío de violines en un restaurante el día de los enamorados. El acordeón de un tango triste en un centro cultural. El piano en casa -olor a jazmines- de la tía Martita. El mediodía criollo todos los almuerzos por televisión nacional. Era el showman de los conciertos que organizaba en su casa. Era, también, los chistes que yo no entendía. Nunca he conocido a alguien que pueda contar tantos chistes, tantas bromas, tantas ironías sin parar.
Manolo, además, fue mi profesor de piano. Qué alegría aprender las notas en mi cuaderno de música. Qué alegría tocarlas una detrás de otra y que mi oído pudiera reconocer una canción, descompasada, pero una canción. ¿Si tan solo hubiera sonreído para hacerle notar mi gratitud? Pero de niña, yo no sabía sonreír, no hacia afuera. Sin embargo, ese recuerdo hoy me hace saber que sí hacia adentro.
Las paredes de la casa de Manolo tenían las portadas de sus discos. En cada rincón de su casa había música y había historias que muchas veces escuché. Historias sobre las grabaciones, los cantantes, los músicos, los viajes, la época dorada del criollismo. Pero la verdad, no las recuerdo. Lo que sí recuerdo es que su risa y su ritmo contagiaban, se propagaban, inundaban la sala. Era amiguero y bohemio, era padre y esposo, era músico virtuoso. Aunque no puedo juzgar si fue un buen hombre, supongo que simplemente fue un humano con un talento sobrehumano. Crecer cerca de él me hizo normalizar sus dones. Pero no he vuelto a conocer a alguien con tanta gracia en su música, ni alguien con tanto compás en su carisma. Y nunca más vi tanta gente ni tantas flores en un funeral como cuando se fue Manolo. Para mí, el piano siempre será sinónimo de Manolo. Cuando mi generación no pasaba de las canciones de Nubeluz, escuchar jazz a los 6 años con una big band, y ver al tío Manolo entre los músicos, fue un lujo.
Hoy, cuando voy a un concierto, sigo escuchando con los ojos cerrados y dejo entrar las notas por mis poros. Disfruto mucho que mis latidos vayan al ritmo de las canciones. La música hoy es, para mí, un desfogue. Canto para relajarme. Bailo para relajarme. Escucho música para relajarme. Es como una prescripción contra el desequilibrio. Una prescripción que él también ayudó a prescribir.
Está Gonzalo. Una tarde alistaba la mesa para el almuerzo y una canción que nunca había escuchado me trajo el recuerdo de mi bisabuelo. Ahí estaba él, zapateando en el techo un huaylas mientras nuestra familia, alrededor, lo observaba sin saber cómo acompañarlo. Habíamos olvidado nuestras raíces huancas. Aplaudimos, sonreímos, pero él bailó solo. Hoy, si volviera a ese momento, me pararía sin dudar y zapatearía con él. Tal como lo hacía en ese momento en mi sala, con los ojos cerrados, viéndolo alegre hinchar el pecho hacia el cielo y, orgulloso, sacar el polvo de nuestro descuidado techo.
El techo, nuestra “terraza”, tenía fierros y arena de una interrumpida construcción que habíamos arrimado para celebrar el cumpleaños de Gonzalito. ¿Cumplía 90 años? No recuerdo bien, pero aún estaba lúcido. Él vivió hasta los 106 años y, aunque por lo general, en mis recuerdos se ve cansado y triste, me regaló algunos momentos así, lustrosos. También, me enseñó, sin proponérselo, el valor de ser un tronco fuerte, de ser familia, de abrazar la historia. Ojalá hubiera escuchado con más atención sus anécdotas. En esos años, aún no comprendía que mis recuerdos estaban siendo moldeados con parte de él, que muchos años después iba a arrepentirme de haberlo mirado en silencio, con ese gesto mudo que yo tenía permanentemente en el rostro, de haberme guardado las gracias para después.
En casa era raro oír un huaylas. Las celebraciones de esos limeños, linceños, clase medieros, eran con música criolla. Y aunque Huancayo siempre estuvo en sus historias, nunca antes nada me hizo intuir que éramos serranos. Pero, al ver a mi bisabuelo gozar con su zapateo hermoso, no dudé en reconocerlo, y en reconocernos, orgullosamente como serranos. Creo que fue la primera vez que oía un huaylas y fue maravilloso. Aún hoy al recordarlo mi cuerpo vibra.
Pasaron los años y muchas veces quise zapatear como él. Solo golpeaba el piso en un constante salto arrítmico. Tuve que tomar clases para poder aprender lo que hoy, cada vez que puedo, bailo orgullosa, en secreto para él. Alegre, hinchando el pecho hacia el cielo y sacando el polvo para que todos sepan de mis raíces huancas.
Está Yolanda. Te fuiste de a pocos. Tu voz se iba haciendo más bajita, tu cuerpo cada vez más chiquito, tu mirada cada vez más pérdida. Teníamos 3 meses sin vernos cuando tu cuerpo se rindió. El bicho maligno paralizó nuestros encuentros. El miedo a contagiarnos de una enfermedad ganó, sin saber que era peor el contagio de la soledad. Creo que nos gozamos harto. Pero aún así, su partida me dejó la sensación de que nos faltaron más abrazos y, sobre todo, más gracias. La convivencia no es fácil y la he juzgado muchas veces por ver de cerca su humanidad que, a veces, le dolía a la mía, sin proponérselo. Seguro la mía también lo hizo con ella más de una vez.
Pero hace tiempo aprendí a mirarla con compasión, no con pena ni con rencor. Verla vivir los últimos años encerrada en esas historias que la confusión había creado y con las que se había alejado, me enseñaron a mirarla diferente. Creo que a veces esperamos mucho de las personas, queremos lo que idealizamos y perdemos de vista todos los matices del ser humano que tenemos en frente. Lo más bonito que me enseñó Yolanda fueron sus ganas de vivir, de aprender y de gozar sin importar el tiempo del cuerpo. Era una mujer curiosa. Clases de canto, órgano y francés en los últimos años de su vida. Nunca se sintió vieja y nunca sintió que era tarde. Las últimas veces que conversamos, en lugar de decirle todo eso, traté de llamar a su calma. Con consejos que no había pedido. Con recomendaciones que nunca siguió. Tal vez si le hubiera dicho lo mucho que había aprendido de verla, tal vez, eso realmente hubiera calmado su mente.
Cuando chicos aprendemos de gratitud. Nos hacen repetir gracias en formatos preestablecidos. Recibes, gracias. Te ofrecen, no gracias. Insisten, gracias, pero no. Nos programan bien. Pero eso no es suficiente. He sido y, muchas veces, sigo siendo de un silencio profundo. A veces, eligiéndolo, a veces sin darme cuenta, puedo ser hasta imperceptible. Pese a ello, espero que así como yo aprendí de verlos, más que de escucharlos, ellos hayan sentido mi gratitud al mirarme. Ojalá que, aunque sea como un suspiro, hayan visto, hayan reconocido un poco de sí en mí. Ese poco que me llevé de sus seres y me hace feliz. Ese poco que me acompaña que me acribilla como parte de mis recuerdos. Y que ese poco lo hayan recibido en gratitud en lugar de un gracias programado. Espero que les haya dejado algunas sonrisas, tal vez cierta dicha, como ellos a mí.
Creo que es una linda evocación a tus referentes y efectivamente, reconozco que sor responsable de gran parte del silencio de tu espíritu. Me has hecho pensar, y creo que es algo que tome también de mi abuelo Gonzalo. Creo que hay que tomar eesos recuerdos como parte de nuestras vidas que están allí, en nuestra mente y en nuestra forma de ser, no tienen porqué acribillarnos, nos recuerdan situaciones que fueron y sobre las que no tenemos que preocuparnos ni culparnos, solo aprender de ellas y mirar el ahora.