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Yasmin

Memorias con luz natural

Desde siempre, la iluminación de los días me ha traído recuerdos. Tal vez, a ti también. La luz, de vez en cuando, me transporta a otro momento, a otra vida. Levanto la mirada mientras viajo, estudio, trabajo, como o cocino y, sin presagiarlo, quedo absorbida. Colgada por unos instantes con ese recuerdo que me captura. La mayoría de las veces, me devuelve sonriente. Microsegundos de viaje a través del tiempo que llegan sin avisar y desaparecen sin que nadie lo note.


Los días en Lima tenían, casi siempre, el mismo color. Las estaciones pasaban, sin mucha variación, sin mayor cambio en el espectro de luz. Supongo que por eso, los días que se destacaron por su intensidad de luz se han anclado profundo en los pasadizos de mi memoria. Imagino que, en mis recuerdos, hay una especie de archivos por categoría y hay unos que están por "tipos de luz". Cuando el rabillo de mis ojos detecta una luz similar, se abre un portal al pasado y puedo saborear por fugaces momentos, otra vez, la historia que acompañaba la luz de aquel día.


Así, el azul-oscuro-amanecer, de un día frío, cuyo tonos azul intenso se reflejan en las paredes y en las cosas, me llevan a las mañanas en las que madrugaba para ir a trabajar en la nieve. El camino de Lake L.A hacia Wrightwood de lunes a domingo durante 3 meses de invierno casi no varió. Entre las seis y las siete, el día aclaraba mientras yo iba despertando en un Honda Civic dorado que me trasladaba de casa a la montaña. Mis ojos adormilados apuntaban hacia el frío y las vacías calles que circulaban tras la ventana. Curvas, lagos y muchos cactus Joshua Tree. El cruce del tren marcaba nuestra precisión con el tiempo. Siempre pasábamos minutos antes que él. Luego, su sonido nos acompañaba con el viento una parte del tramo.


También tengo registrado un azul claro de mañanas relajadas de club de invierno. Chosica se quedó con parte de mis vacaciones. Y en mi mente se guardó con el color azul-claro-serrano-limeño. Adornado con el olor al pasto húmedo de rocío y la sensación cómoda de estar en un lugar conocido que no te conoce, pero en el cual ciertas rutinas pueden repetirse con naturalidad. Turnos para el baño. Noches largas. Frío junto a la parrilla. Calor para las mañanas de juegos. Televisión en familia. Desayunos por turnos para poder compartir las tazas. Disfrutar de conversaciones para las que no hay tiempo en casa. Mucho descanso sin culpabilidad ni interrupción porque el único propósito que nos reunía era el relax.


Hay un verde-oscuro-de-bosque. Siempre llega con humedad y calor que se sienten en los poros. También, con la imagen de largas caminatas por cafetales, cacaotales, campos de kión y algodón. Esa luz me hace pensar inmediatamente que debo proteger mis brazos y piernas de sol y mosquitos, ajustar el gorro, revisar mi abastecimiento de agua, y afinar el oído para disfrutar de la opera salvaje que se te regala. Esta pasarela de recuerdos también llega con la automática fuerza que empiezo a poner en cada paso para evitar resbalar en el barro hecho suelo. Un barro que susurra lo moldeable que es la vida, hasta la roca más dura, luego de un tiempo, se rinde ante la fuerza del agua, se derrite, se deja ir, y con ella se lleva lo que haya a su paso.



Hay una luz blanca de inviernos húmedos detrás de ventanales grandes. Una luz que ciega de lo blanca que es, que no deja ver por que viene densa de neblina. Esta luz viene acompañada de mocos. Humedad que te roza y humedad que sale por tu nariz en muchos estornudos seguidos y en seguidilla.


Hay un negro-azul-niebla de madrugadas errantes en las que la neblina se confundía con el humo constante de un camel en mis labios. Ese recuerdo viene acompañado de caminatas, charlas, pasos rápidos entre Lince, Barranco, Miraflores y San Isidro. Círculos, zigzags, idas y venidas y un frío que disimulaba el abrazo, que retaba al tiempo que quería estar lejos de casa y que marcó en mi memoria, espero que por siempre, conversaciones, amistades y amores limeños.


Estos, algunos, de los recuerdos que me trae la luz, no son nostalgia, no son pena, son un regalo, formas con las que mi mente evita el aburrimiento de la linealidad de la vida y me muestra de a pocos la fragmentación del tiempo.

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