Antes de partir

¿Los cambios te generan ansiedad? A mí también.

Hace poco compré un pasaje one-way. Cuando elijes esa opción, en la web sale la advertencia de que es posible que los controles al arribo te soliciten justificar la falta de fecha de retorno. Suena fuerte.

Terminal N, aeropuerto de Miami, USA

Nunca había hecho un viaje sin fecha clara de retorno. Suena fuerte. No quiero ser dramática, pero esa falta de fin en el horizonte marca el inicio de mi viaje. Lo define. Mi viaje, esta vez, es nebuloso. No sé cuál es la causa en mí, en mis entrañas, pero siempre he querido hacer maletas y salir. No huir, no me confundas, pero sí experimentar lo nuevo. Me genera adrenalina lo nuevo. Me gusta ser nueva en un lugar nuevo viendo con ojos nuevos, probando y sintiendo algo distinto.

Siempre he tenido una causa bien clara para cada viaje. Conocer, trabajar, relajarme, aprender. Y he viajado desde que tengo memoria. Con mis padres, el primer viaje fue en un Volkswagen, en pleno terrorismo, apretaditos con mi nana y mi hermano. Por carretera desde Lima hacia la sierra central peruana. Tenía 3 años, mis recuerdos de ese viaje son claros aún. En cuanto pude, empecé a viajar con mi primero amigo, luego esposo. Ahorrando y extremando el control de los gastos para alargar al máximo la aventura. Hace algunos años la aventura empezó a incluir un Excel con horas, gastos, actividades, buses, aviones, hasta tiempo para lo no planificado. He viajado sola también y me gusta. Todos los viajes me gustan. Me volví adicta a subir a un avión o a un bus. Hace 10 años que no pasaba más de 3 meses sin hacer maletas. Pero eso paró el 2020 cuando de pronto no pudimos viajar más.

Luego de 14 meses sin viajar, he asumido un viaje para el que no tengo causa aparente. No es el mejor momento para trasladarse y exponerse a una pandemia en un lugar donde nadie te conoce ni tú conoces a nadie. No tengo trabajo, estudio ni destino de relax mapeado en este viaje. No tengo Excel con actividades programadas y una agenda cronometrada. Aún así, he decido comprar el pasaje one-way, hacer maletas y salir de casa.

2 meses antes del viaje empecé a repartir mis cosas entre familia, amigos y desconocidos. He vaciado mi casa. Esa que fuimos llenando de a pocos. Me he desecho de lo que puede servirle a otro, he guardado lo extremadamente necesario y he traído lo vital. Me he despedido sin ver ni abrazar a muchos. A algunos, los más cercanos, he abrazado sin saber cuándo podré abrazarlos otra vez.

Camino al aeropuerto he recordado todas esas veces que he despedido a alguien. El Perú está lleno de migrantes; en nuestras familias, siempre ha habido alguien que decidía partir, que buscaba algo más. Así, he ido a dejar y recoger, en familia, a muchos. Pero, esta vez, la pandemia hace que el que me despida sea el taxista, nadie puede salir de casa. El último adiós me lo da un extraño al que le pago por verme partir. Volteo y ya subió a su auto.

Luego de los controles, me he sentado a esperar el llamado para abordar el avión. No ha habido tiempo de llorar, pero sí hay pena en mi corazón. Pena porque este viaje es distinto. No sé cuándo podré volver y la gente que dejo esta vez, al igual que yo, está mayor. Más canosa, más olvidadiza. Me da miedo no volver a verlos.

Veo mi celular y aprovecho para hacer unas últimas llamadas, últimas despedidas, sentidas, pero sigo sin lágrimas. Estoy ansiosa, me tiembla un poco el cuerpo, casi imperceptible, pero hay como un tic, como un nervio suelto. Me encuentro sola, otra vez.

La ansiedad puede ser un momento de angustia, pero también puede ser el redoble de tambores, el misterio antes de volver a empezar. Elijo verlo así, como el redoble antes de algo bueno, aunque el miedo no se va.