En un contexto pre covid, los peruanos que queríamos partir por viajes cortos, por vacaciones, o por viajes largos siempre teníamos despedidas. Invites, brindis, abrazos y buenos deseos. Una con amigos, otra con familia es lo mínimo que se veía. Pero en la era covid, las despedidas también se han transformado. En mi caso, mi despedida fue diluida.
Mi esposo había partido hacía 1 mes. Para él tuvimos despedidas virtuales, algunos almuerzos, reuniones en la calle, con distancia y caretas. Sin abrazos, pero aún presenciales, con buenos deseos y lágrimas. Muchas lágrimas. Yo en todas pude decir, aún me quedo, no tengo fecha de partida, ya nos vemos pronto, nos hablamos antes de que me vaya. Pero, entre el viaje de mi esposo y el mío, en Perú, nos encerraron. Cuarentena otra vez.
Así que, aproveché eso y también lo adrenalínico de los últimos trámites, propios de partir a un viaje sin claridad sobre el retorno, para postergar despedidas. Al final, hice algunas llamadas con video, para decir ya nos vemos, vengan a vernos, los quiero.
Sin embargo, antes, cuando ya sabía que me iba, pero no tenía fecha, ya había empezado a despedirme. Fui al cementerio, y en silencio le dije a mis muertos que me iba pronto, que los llevaría en el corazón. Vi a algunos amigos, y aunque no podíamos abrazarnos, los codos juntamos y nos miramos sabiendo que pasaría algún tiempo antes de volver a vernos. Se me hicieron agüita los ojos. Vi a mis primas y mis lágrimas se caían, camufladas por una mascarilla que disimularon bien lo que ya sabía, o no sabía. No sabía cuando podría volver a verlas.
Me despedí de mis cosas. Me repetí que no necesito mucho, que necesito poco, tal vez nada. Que no debo de sentir apego por lo material y las dejé ir. Me despedí de mi parque, mis aves y mi departamento. Todo en silencio y en mi mente. Sin abrazos, pero agradeciendo por lo que me permitieron vivir y sentir cerca.
Lo más doloroso es no poder abrazar a los que amas. Pero debo confesar, que abracé a algunos que, tal vez, no debí. Fue más fuerte que yo. No podía ver a mis viejas, nonagenarias, con sus cuerpos vencidos, pero sus mentes lúcidas aún, decirles que no tengo pasaje de vuelta y no abrazarlas. Lo siento, pero no pude. No pude ver a mis sobrinos, imaginar como serán sus cuerpos y sus mentes en 5 años, y no abrazarlos. Lo siento, no pude.
Felizmente, el abrazo con mis padres fue sin culpa. Viví con ellos los últimos 2 meses, misma casa, mismos bichos, podíamos abrazarnos. Y, una semana antes de partir, empecé a abrazar a mi mamá cada vez que me la cruzaba por la casa. Tratando de llevarme abrazos en los bolsillos. Guardándolos para momentos fríos. Queriendo recordar su fuerza, su calor, su amor.
Somos seres que abrazan, somos seres que se curan con un abrazo. Somos seres que se quiebran con un abrazo, y tener prohibido abrazar, sin duda, es lo más difícil de esta despedida que me tocó.
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