Ando retrasada con mi diario. A veces, las historias están escribiéndose en mi mente por días. Palabra a palabra van aterrizando en mis hojas etéreas, transparentes, traslúcidas. Van dictándose al ritmo de las pulsaciones de mis venas, y estas de mi corazón que a su vez, va de acuerdo a los días que transcurren. Estos van al ritmo de mis emociones. Estas dependen de mis historias que a su vez están sujetas a la velocidad de mis pulsaciones, y así, ya no sé qué causó qué. Hay días que esas pulsaciones tienen presión baja, necesitando café y abrigo. Hay días que vienen con presión alta, necesitando maracuyá y reposo.
Pensaba en mi mamá en los últimos días. Había escuchado que llegada una edad, empiezas a reconocer a tu mamá en tus palabras, en tus actos, en el espejo y en tus normas. Sobre todo en esas normas que tanto detestabas de niña, pero que luego se vuelven los mandamientos de tus fronteras.
Mi mamá disfrutaba jugando con mi hermano y conmigo. Cartas, jaxes, ludo, monopolio. Por ella he amado siempre los juegos de mesa. Felizmente, después encontré a los socios de los años chinos y pude, otra vez, disfrutar largas tardes de juegos. Mi mamá gozaba con los esquemas. Nos daba la libertad de armar nuestros propios horarios, pegarlos en la pared del cuarto. Ella los aprobaba o aumentaba para aprovechar al máximo el día. Lectura, juego, matemática, televisión, abuelitos. Todo cronometrado nos permitía exigirle al día más de lo que nos proponía. El tiempo me alcanzó y me sigue alcanzando si es que me planifico. Y sigo haciéndolo, aunque a veces me doy licencias largas y merecidas.
Mi mamá nos satanizó los jugos de caja, las gaseosas, los dulces y los chizitos. De tanto escucharlo, me lo creí. Lo repetí y nunca lo cuestioné. En lugar de ello, en cuanto pude, lo reafirmé aprendiendo más sobre hábitos saludables que hoy sigo repitiendo y que ella ahora cuestiona. Sin embargo, hubo una época, que le saqué la vuelta. Probé, y me dejé llevar por los colores radioactivos, los sabores sintéticos y el dulce endiabetizante de la comida con fórmula infernal. Luego, volví al camino del bien.
Mi mamá nos enseñó a ahorrar. El valor de desear, juntar, llegar a la meta y comprar. Así me compré mi primera cámara fotográfica a los 10, así pude ajustar para comprarnos nuestro depa cuando, luego de años, esos ahorros de alcancía pudieron pasar a una cuenta corriente. Mi mamá nos enseñó a disfrutar de los viajes más que de las fiestas, de las caminatas más que de la tele, de las hierbitas de casa más que de la gaseosa, del sacrificio que a veces es necesario cuando se ama.
Cuando enfermé de chica, mi mamá pasaba horas contemplándome al dormir. Me hacía mis vapores de eucalipto, me frotaba el cuerpo, me envolvía en periódico. Me puso muchas reglas y prohibiciones, que detestaba, pero que agradezco. No la juzgo. Ella sufría al verme asfixiarme, al escuchar mi pecho silbar toda la noche, al llorar por el dolor de mi espalda. Ella no dormía bien, aún así, salía temprano a trabajar y siempre estaba pendiente de que tuviera mis medicinas, mi comida, mi descanso y mi horario en la pared para que el día me diera más de lo que me proponía.
Hace poco ella encontró entre sus papeles guardados el alta de cuando el doctor me quitó, luego de 4 años de tratamiento, todas las medicinas. Me lo contó como un logro. Y así fue. Su dedicación, sus horarios para las medicinas que nunca nos saltamos y el cumplimiento fiel de las recomendaciones del médico fue lo que me curaron. Fue su logro.
Así también, años después, cuando saqué mi título de la universidad, se lo entregué. Era su logro. Ella me lo devolvió. Pero ahora que viajé, lo volví a dejar en su casa. Yo me esforcé, sí. Pero es ella quien me tomó de la mano para dibujar la primera "a" entre las líneas gordas del primer cuaderno de escritura que tuve. Es ella quien se sentaba a que le leyera y explicara mis primeros libros de inglés, y a buscar juntas en el diccionario las palabras que no entendíamos. Es ella que me alentaba haciéndome creer que era capaz de todo y más. Es ella quien con sus consejos y amor me empujaron a retarme más. Muchas veces no le encontraba propósito, y avanzaba a regañadientes, porque ella lo decía, o porque ella lo pedía. Pero luego todo ha tenido un poco más de sentido.
Ella, con una seguridad de quién ha visto el futuro, y sin querer arruinarme la sorpresa de lo que viene, me enseñaba lo que me sería útil. Susurraba las pautas, me tomaba de la mano, luego me soltaba confiando que hubiera aprendido. Me cuidaba mientras esperaba que yo sola, poco a poco, fuera pisando las huellas que ella ya había caminado, el camino que ella ya había limpiado, el paso que ella ya había asentado, para que yo no hundiera tan profundo mi ser y me perdiera. No siempre seguí sus recomendaciones, ni siempre seguí sus pasos, y muchas veces vi nuestras huellas muy distantes, alejarse. Pero ahora veo en mi espejo las líneas de su rostro, y me gustan. Veo en mis patrones delineadas sus normas que se han vuelto mías también.
Es una reflexión muy grata de la madre.