Las últimas semanas he sabido de nuevos migrantes. Gente que prepara maletas en Perú. Gente que deja su casa. Gente que busca irse. Diferentes destinos, diferentes motivaciones, diferentes historias. Sea cual sea el caso, todos terminaremos en la misma esquina de la inquisición recibiendo la misma pregunta ¿por qué viajaste? Una pregunta con truco porque la respuesta va a ir mutando y, tal vez, el interlocutor empiece a sospechar de la credibilidad. Pero, lo que puede parecer el motivo, luego puede quedar chico para esta pregunta. Tal vez, la razón sea una mezcla de motivaciones que estuvieron gestándose desde siempre y que poco a poco vas descubriendo y que en un momento empujan fuerte para que lo dejes todo.
Mientras me enteraba de nuevos viajeros por allá, me encontraba por acá con otros tantos. Es verano en esta costa-norte-este del continente. Es verano y eso significa que las clases terminaron, la gente ha viajado, la ciudad se ha vaciado. Es verano y mientras los locales disfrutan de la playa; los estudiantes internacionales y sus familias nos quedamos a sofocarnos entre la casa, los parques y la vida cotidiana. Aprendiendo a lidiar con el nuevo clima, la nueva rutina y la vida migrante.
Las reuniones con otros migrantes me han permitido saber de sus historias, reconocernos expatriados, identificar que si estuviéramos en nuestros terruños, tal vez, no habría ni la remota razón para sentarnos a compartir nada. Por las fronteras, que hoy hemos borrado; por la edad, que nos separan un tanto; por que somos distintos y poco en común tenemos. Pero aún así, nos sentamos a compartir, a escucharnos y a escuchar aferrados a lo que más nos une, estamos solos, lejos y, pese a los bajones, hemos elegido voluntariamente y sin arrepentimiento, la mayoría al menos, estar acá.
Hoy me decían que la razón por la que los americanos se reúnen solo entre americanos, y los extranjeros, solo entre extranjeros, al menos acá en USA, es por la falta de paciencia. Por una pronunciación trabada, por un entendimiento poco claro, por una comunicación ralentizada. Que a los locales les aburre aguantar la lentitud del lenguaje con extranjeros. Así como no ven películas en otros idiomas, aunque tengan subtítulos, porque les cansa, tampoco se relacionan con extranjeros porque les cansa. Eso y un poco de racismo también.
Puede que sea cierto, seguro no solo es eso. Pero, miremos donde miremos, ahí están las divisiones. Blancos con blancos. Negros con negros. Latinos con latinos. Orientales con orientales. Replicando fronteras que se supone hemos borrado al partir de casa. Es algo que hace vivir la mentira de las ciudades cosmopolitas, al menos esta. Todos los idiomas, todas las culturas, todas las etnias, pero cada cual en su propio subconjuntos dentro del conjunto mayor de la población de la que somos parte, pero con la que no nos mezclamos. Eso es un sentir de algunos migrantes con los que comparto, y que se mezcla un poco con la nostalgia de estar lejos de casa, porque simplemente, lo hace más complejo.
Pero pese a eso, algunos migrantes disfrutan cada instante. Otros, con mucha nostalgia, extrañan, se despiertan y extrañan, van a clases y extrañan, comen y extrañan. Algunos, en poco tiempo ya volvieron a sus casas convencidos de que acá no encontrarán lo que pensaron. Algunos, sumergidos en su depresión llena de soledad, aguantan por el fin mayor despellejando su corazón encallado de tanto extrañar. Nosotros no somos esos. Extrañamos, claro que sí, hemos llorado, claro que sí, ya nos agarró el extrañamiento de la comida, también. Carlos por su restaurante favorito y el maracuyá. Yo por un jugo de mercado fresco y surtido.
Nosotros no nos hemos ido de casa huyendo ni porque no tuviéramos lo que queríamos, sino porque queríamos ver qué más había afuera; cuánto más hay luego de la frontera; quiénes más nos esperan; cómo sucede lo que sucede, a qué sabe el allá; cómo se ve la luna del otro lado del hemisferio. Pero esa no es la respuesta más común que encontramos. Aunque, algunos migrantes por acá tengan fecha clara de retorno y otros tantos no lo deseen mucho, hay como un sueño generalizado por volver a casa. Cada vez que se pueda. Cada fiesta. Cada boda, cada cumpleaños. Volver, simplemente, volver. Y volver a migrar otra vez hasta juntar o encontrar o tener lo que creen buscar y, luego, volver para descansar, para abrazar y, tal vez, no más salir de casa.
Nunca había estado tanto tiempo fuera de Lima. Ya voy 5.5 meses desde que partí dejando mis cosas en cajas y una parte de mi corazón en Lima. La adaptación es un proceso de largo aliento, paciencia y buen humor. Pero esos 5.5 son un primer hito de mi historia por acá con el título "La soledad del migrante y la nebulosa razón que los llevó a partir". Esa razón que me da mucha curiosidad, esa razón que me ayuda a buscar motivos para conversar, conocer, reír y disfrutar de momentos con otros como yo. Aunque pese a ello, al final del día, al final de esa conversación que disfruto, pero que no es en mi idioma, que se siente distinta, como si no fuera a tocar el alma, como si no lograra empatía completa, como si el lenguaje no permitiera crear verdaderos lazos. Al menos por ahora. Y me pregunto si es que podré hacer verdaderos amigos por acá, amigos que me miren y sepan. Amigos con los que recuerde infancia, amigos con los que tengamos leyendas, con los que se confundan nuestras historias y nuestros recuerdos. Al menos no por ahora.
Todos dicen que nuestra situación es distinta, que felizmente vinimos acompañados, que no nos duele tanto porque estamos juntos, y puede que tengan razón. Que por eso no nos invade la nostalgia que a muchos les ahoga. Pero sí hay una soledad que se deja sentir en los poros, levemente. Tal vez, sea por el lenguaje. Pero percibo cierta soledad en el ambiente que se vuelve ese aire frío del invierno que mis mejillas disfrutan mientras mi cuerpo arropado no puede sentir, que despierta, que activa, que inicia una búsqueda de más.
Comments